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El hartazgo del palabrerío te hace pensar (o ya no) sobre el sentido de las palabras.
¿Qué queda después de esa etapa: el fanatismo o la resignación?

La palma de tu lengua sabe, o al menos sospecha, cuando enmudece, atada en la garganta, que el problema que debes enfrentar ahora es sobre las consecuencias, para vos mismo y para los otros, que pueda tener lo dicho. El lenguaje no necesita (o ya no solamente) una analítica que nos proteja de sus usos vacíos o injustificados, ni una crítica social que nos alerte sobre el peso que no dominamos y nos aplasta (o nos eleva) por solo decir “lo que se dice”. Se hace necesario pensar (otra vez pensar!?) qué pasa cuándo (cómo) se dice algo que traiga consigo un cambio en este mundo.

¿Adonde queres ir, me haces perder el tiempo? Dejame continuar, un poco más… Consecuencias siempre un poco imprevisibles, palabras que se arriesguen y no pretendan acolchonarse en la retórica o en la autocomplacencia grupal.

¿Qué, cínicamente me decis que nos quedaría entonces solamente un uso discrecional del voto de silencio? No, no. Es que estas demasiado enojado como para darte cuenta (¿o es eso lo que te enardece hasta el insulto interior?) de que con palabras cualquiera (cualquiera vos y cualquier palabra) podes hacer el esfuerzo por decir otra cosa: ni confesión ni previsión; dar un paso afuera y que el pensamiento viva en los cordones.

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